La Ciudad de México es la segunda ciudad con más museos en el mundo, y esto apenas es suficiente para adentrarnos en la vida y obra de todos las y los artistas que han incursionado en la historia del arte mexicano a lo largo de los siglos. Esta vez, el Museo de la Ciudad de México presenta la exposición ‘El negro de Beatriz Zamora’, una retrospectiva que reúne las obras más representativas del trabajo de la artista mexicana contemporánea Beatriz Zamora, quien durante más de cuarenta años se ha dedicado a experimentar con el color negro, su profundidad filosófica y su vínculo con el cosmos.
Las aristas de Beatriz Zamora
Nacida en la Ciudad de México en 1935, Beatriz Zamora es una artista difícil de catalogar dentro de los distintos movimientos artísticos en el México del siglo XX. Cercana a la generación de la ruptura, criada en un entorno rural, autodidacta, exiliada de la escena artística y cultural de sus contemporáneos, profundamente mexicana y profundamente internacional: Beatriz Zamora es una artista cuya vida se desmenuza en capas y facetas que, irónicamente, desembocan siempre en el negro.
Si bien su primer encuentro con la pintura sucedió en 1952, no fue sino hasta 20 años después que llegó a concretar una educación formal en L’École des Beaus-Arts de París. En 1977, a los 42 años de edad, Beatriz Zamora decidió consagrar su obra exclusivamente a la experimentación con el negro como una metáfora profunda del origen de la existencia, el cosmos y la conexión con la Tierra. Desde entonces y hasta la fecha, la artista ha producido alrededor de 3,500 piezas en las que el negro se transforma en una experiencia espiritual tangible que nos invita no tanto a la introspección, sino a la compenetración para establecer un diálogo con ese negro que lo conecta todo.
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La compenetración de Beatriz Zamora
Conforme unx recorre las salas de la expsoición ‘El negro de Beatriz Zamora’, llaman la atención dos cosas: primero, la predominancia de obras de gran formato, y segundo, la falta de cédulas e infografías que expliquen tanto las obras como la trayectoria de la artista. Ambos factores terminan por cobrar sentido cuando por fin comprendemos que esta curaduría está diseñada para invitarnos a perdernos en las obras —de hecho, es por ello también que la exposición solo comprende cuatro salas—, permitirnos mirar y fundirnos de lleno en cada uno de los pliegues, los tonos y las profundidades de ese negro que nos engulle y nos susurra sus secretos.
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Este proceso de diálogo y escucha visual que propone Zamora no inicia en la mirada del espectador, sino en el propio acto creativo. Para ella, los materiales y pigmentos no son objetos, sino entes con una autonomía discursiva a las que la obra les sirve como vehículo para expresarse, y no al revés. Es decir, la artista y la obra no se valen de los materiales para concretar un mensaje predeterminado, sino que más bien ayudan a la materia —carbón vegetal y mineral, obsidiana, piedras semipreciosas— a comunicar su propio discurso.
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Como explica Francisco Hernández Zamora —curador de la exhibición e hijo de la artista—, Beatriz Zamora utiliza el negro para englobar una matriz civilizatoria que diferencía su obra de la de sus contemporáneos, pues aquí la profundidad no pretende obligarnos a mirar hacia adentro, sino hacia afuera. No se trata de conectar con nuestro interior, sino de recordar las conexiones con el exterior y reconocer que existe un hilo conductor, un hilo negro que lo conecta todo, a través del tiempo, el espacio, la espiritualidad y la materialidad Así, estas obras indagan respecto al vacío, la totalidad, la maternidad, la escencia humana, el cosmos y el universo. Más allá del todo y la nada, el negro es el vínculo que lo úne todo y que nos compenetra, las raíces que tenemos en la tierra.
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